martes, 8 de septiembre de 2009

Derecho de pernada

¡Qué triste estaba el señor conde últimamente! Todo le iba de mal en peor.
Se estaba llegando a plantear buscar un trabajo. Las expropiaciones y los bajos rendimientos de las fincas le sumían en la más absoluta de las miserias. Todos sus amigos de la infancia ahora vivían en la ciudad y tenían estilos de vida muy por encima del suyo.
Carecía de servicio en su propia casa, la cual comenzaba a dar síntomas de ruina.
Sólo le quedaba el bar del pueblo.
Pero ahí llegó Violeta, la amiga de los desarraigados, a emborracharse al bar. Pasaba unos días en el parador nacional, con sus amigos los sanos. Éstos se habían marchado a caminar por el monte, o algo así. No les había hecho demasiado caso.
Al entrar en la cantina, como sucede en cualquier bar de hombres, todas las miradas se dirigieron a la nueva. Yo era la única mujer del bar, hubiera dado igual cuál fuera mi apariencia. Los cuchicheos y risitas substituyeron a la vuelta ciclista que veían por la televisión. Al final de la barra, sólo con su copa de licor, se encontraba el conde. Pronto vi que no se trataba de uno más. Pese a su ropa y su barba descuidadas, no era como los demás. Sus manos nunca habían trabajado. Su cara no había pasado frío en el campo, ni le había dado el sol. Como en la ciudad me gusta encontrar hombres fuertes, decidí que en el campo me llevaría un hombre débil.
Tuve que beberme una cerveza entera y volver a la barra a pedir otra, dándole un codazo en el brazo, para que el conde se diera cuenta de mi presencia. Sus ojos se quedaron en mis tetas, y ya no me separé de él.
Era un hombre culto, leído. Me gustó mucho hablar con él. Aunque un poco lerdo. No me insinuó nada hasta que lo llevé del brazo hacia su mansión.
De camino, se me dobla un pie y caigo al suelo.
-Mi tacón, se ha roto.
¿A quién se le ocurre ir en tacones por un pueblo empedrado? A la que no tiene otro tipo de calzado. También me dolía el tobillo. El conde, muy galante, me llevó en brazos hasta la puerta de su casa. Yo estaba muy caliente. Me iba a follar un aritócrata. Cuando llegamos, no tenía fuerzas ni aire. La falta total de actividad física no lo había preparado para esto.
Se quedó en el porche jadeando hasta que el alcohol le venció y se durmió.
Entré en su casa, a registrarla. Me llevé un par de libros y de plumas de escribir.
En el parador encontraría lo que busco.

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